Carta VIII
Al cielo elevo las plegarias, inútiles, inhertes ruegos que no pueden competir cuando juega la muerte.
Saludar cada día al sol , duele más todavía, pues me recuerda tu sonrisa, tu voz y el calor de tus palabras, afable nido de caricias que con los labios construías.
Ya no hay tiempo que se precie de austero, sino seco y estático esta tu cielo, esperando, aguardando y yo aquí sin saber cuando levantarme de la vera del camino o dar paso al destino. Cuando menos me diste, me diste tanto, que no hay reflejo en el espejo de aquella que fuí ante tu mirada.
Impronta esta la muerte, esperando certera, guiña un ojo y me apabulla, a sapiencia precisa sabe que te extraño y que con ella iría por tan solo volver a verte.
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